domingo, 27 de octubre de 2013

De ciclos y cambios


Una vez (tal vez dos, a lo sumo tres) escuché decir que lo único constante es el cambio. No recuerdo bien dónde, ni a quién. No sé si fue Aristóteles el que lo dijo por vez primera, pero lo que sí puedo afirmar es que a él no se lo oí pronunciar directamente. De eso estoy casi seguro. Es más, diría que me enteré a través de terceras personas. Supongo que debió de ser en el instituto o en algún bar, que son los sitios donde se aprenden este tipo de cosas.

En realidad hoy no tenía la menor intención de hablar de filósofos griegos, materia de la que por otra parte no tengo gran idea, ni de bares (qué lugares) españoles, cuestión en la que estoy algo más impuesto, y donde el saber (y el sabor) se ingiere en vasos de a un tercio, mientras se practica la barra fija o el baile introspectivo, facetas de las que en próximas ocasiones quizás llegue a contaros algo más.
 
 

Hoy quería hablar de ciclos y cambios, y para ello pensé que sería muy apropiada la imagen de una bicicleta. No se me ocurre mejor forma de ilustrar el momento vital por el que atravieso que con esta bicicleta que sostiene una pared. Todo en la imagen evoca al cambio. El otoño, y con él el paso del tiempo, sugerido a través de la coloración de las hojas. Las ruedas que giran sobre sí mismas y a su vez permiten el movimiento de quien conduce. E incluso la propia pared del edificio, que ya va pidiendo a gritos un cambio de look.

La cuestión es que, entrando de una puta vez en materia, resulta que nos mudamos. Pero no en diciembre, como preveíamos, sino más bien YA. En un par de días, o sea tres, para ser más precisos. Hemos acabado una etapa y empezamos otra. Llegamos aquí hace cinco meses, arrastrando una maleta cargada de sueños, entusiasmo y esperanzas (y muchas horas de aprendizaje de alemán, eso creo que hay que decirlo). Durante estos meses hemos habitado una buhardilla doblemente abuhardillada, que ahora, al mirar alrededor y observarla con los ojos de quien contempla parte de su pasado inmediato, tomo conciencia de que el sacrificio y las renuncias por las que hemos tenido que transitar empiezan a dar su fruto. Un fruto pequeño, si se quiere, que de momento no es más que simiente, pero que a buen seguro acabará floreciendo.

Sois muchos a los que sigo echando muchísimo de menos. Mis amigos, mi familia, mi Paula. Cada vez que escribo, mis dedos lloran las palabras que leéis. Dentro de un mes y cuatro semanas nos veremos de nuevo. Mientras tanto, si no os importa, os llevo conmigo a nuestro nuevo hogar. Es pequeño, pero muy acogedor.
 

domingo, 22 de septiembre de 2013

De hacerse mayor


Yo siempre he creído que el problema de hacerse mayor no es tal, sino que en realidad la gran tragedia es “darse cuenta” de ese fenómeno, en cierto modo, decadente. En muchas ocasiones no seríamos conscientes del inexorable paso del tiempo si no fuese porque algo o alguien viniera a recordárnoslo. Un ejemplo: ser capaz de rememorar alguno de los partidos de fútbol del Mundial 82 es un síntoma evidente de que uno ya va teniendo una edad. Aunque el hecho de conseguir traer a la mente algo que sucedió hace más de 30 años, a su vez, es un claro indicio de que el cerebro sigue estando en plenitud de condiciones y preparado para ser usado, si es que eso fuese necesario alguna vez. Otro ejemplo: que una hija comience la educación secundaria pone de manifiesto que ya ha pasado una serie de años (deprisa, si se quiere, demasiado deprisa) desde que uno tuvo la inmensa alegría (la mayor de las posibles) de iniciar la aventura de ser padre.

Es por este motivo por el que hoy escribo. Paula, esta semana has comenzado a ir al instituto. Al rojo, sí. Al mismo al que fue papá, hace ya algunos años. Ya vas al instituto y, sin embargo, me acuerdo perfectamente de tu primer día de colegio e incluso del primero de tus días en la escuela infantil “Xiquets”. Todo ha ido tan rápido... Sé que para ti quizás no. Lo sé porque yo también fui niño. Aunque te cueste creerlo, no siempre fui calvo natural.

Pero así es el tiempo, un viejo cínico, unas veces absolutamente relativo y otras, arbitrariamente preciso. No sé si te imaginas cuánto quisiera poder estar ahí para abrazarte y desear que todo te vaya bien en esta nueva etapa de tu vida, pero la realidad es que nos separan mil setecientos kilómetros, uno detrás de otro, y no puedo más que tratar de hacerte llegar todo mi amor y mi cariño a través de unas pocas palabras escritas.
 
 

 

Me acuerdo de cuando cumpliste cuatro años e hicimos una casa de papel para guardar tus regalos. Te extrañó mucho que simplemente con unas cuantas hojas consiguiéramos levantar una estructura que se aguantase a sí misma. En realidad con un folio de papel no se consigue gran cosa. Con dos, tampoco. Pero si unes unos cuantos y además de un modo determinado, el resultado puede llegar a ser sorprendente. Únicamente hay que saber cómo.
 
 
 
 
 
 
Yo te animo a que emprendas esta nueva etapa con ese espíritu curioso y soñador que siempre te ha caracterizado. Te invito a que busques la forma de construir tus “alas” para volar. Esas que de pequeña no dejabas de idear y diseñar una y otra vez. Esas que te ayudarán a elevarte y mirar las cosas desde otro punto de vista, tal vez con otra perspectiva. Esas alas que te permitirán llegar hasta donde te propongas. Esas alas son las que, quieras o no, estás empezando a desplegar ya.

Te haces mayor, y yo también. Y hacerse mayor forma parte de este juego que se llama vida. Es algo que no podemos elegir. El modo de aceptar esa condición impuesta es lo que diferencia, muchas veces, a las personas felices de las desgraciadas. Hacerse mayor significa que uno o una sigue existiendo. Y eso supone una felicidad inmensa para todo el que te quiere, incluso desde la distancia.
 
 
 
 
 
 

sábado, 7 de septiembre de 2013

De cuando la vida es como una pila alcalina


 
 
Reinterpretando y aludiendo a la célebre frase de Forrest Gump, diría que la vida es, si no como una caja de bombones, sí como una pila alcalina. Para que funcione se debe saber encontrar el lado positivo. Eso es algo de lo que hay que ocuparse concienzudamente a diario cuando uno pretende empezar de nuevo a construirse una vida en un “ecosistema” diferente. Y digo bien “ecosistema”, porque aunque no lo parezca, el que escribe estas líneas es más “animal de costumbres” de lo que se pueda llegar a imaginar en un principio. Y empleo el término “ecosistema” también porque no me encuentro en condiciones de determinar si como vecinos tenemos más animales que personas o viceversa. Y de hecho, ni siquiera me atrevería a asegurar que algunas (pocas, afortunadamente, muy pocas) de las personas con las que nos hemos topado lleguen a ser tan humanas como las ovejas con las que cada mañana intercambiamos un cordial “Grüezi” o un “Beeee” en un ya más que aceptable dialecto ovino.

Empeñado como estoy en buscarle el lado positivo a la vida, no puedo evitar pensar en “La vida de Brian” (ya sabéis, “Always look at the bright side of life”), y al hacerlo, la sonrisa vuelve a poblar mi semblante. Debo admitir que no siempre es fácil. No siempre encuentro fuerzas para sonreír, para bromear o incluso siquiera para comunicarme con la gente a la que tanto echo de menos. Pero he de reconocer que cada vez van siendo menos los momentos en los que eso ocurre. Tengo un apoyo enorme en mi Mar, que a pesar de lo que su nombre pudiera sugerir, se comporta como un auténtico “Cielo”. A ella quiero darle las gracias por “ponerme las pilas” cada vez que me quedo sin ellas, por aguantar mis momentos de nihilismo agudo y los ratitos de crisis existencial absoluta, en los que me planteo cuestiones tales como qué hacemos aquí, de dónde venimos, quiénes somos realmente, hacia dónde nos dirigimos, o si estamos solos en el Universo. Por cierto, cuando escucho a quienquiera que sea preguntarse si estamos solos en el Universo, me suelen entrar ganas de sugerirle que se pasee una mañana cualquiera del mes de agosto por la playa de Levante de Santa Pola, a ver si le parece que esa es demasiada soledad para un Universo como el nuestro.

Hoy, como seguramente podéis intuir, no me resulta fácil ocultar mi alegría. Por segunda semana consecutiva he podido hablar con mi niña, con mi Paula. Y eso es algo que a uno lo carga de energía muy positiva.
 


domingo, 1 de septiembre de 2013

De cuando el tiempo es lo único que realmente nos pertenece



Tempus tantum nostrum est, o lo que es lo mismo, el tiempo es lo único que realmente nos pertenece, que dijo alguien alguna vez. Y si no lo dijo, por lo menos lo debió de pensar muy seriamente. Supongo.





Hoy he tenido tiempo para pensar. Tiempo para pensar en el tiempo. No. No en el tiempo de “parece que empieza a refrescar, hay que ver cómo viene septiembre”... No. No hablo de ese. Me refiero al tiempo como dimensión en la que nos movemos las personas humanas (y las no tanto) en un único sentido. En el de la vida. Hacia adelante, claro. Por cierto, imagino que estaréis de acuerdo conmigo en que es una verdadera lástima no haber encontrado la tecla de “deshacer” en el “menú de pantalla” del tiempo que tenemos. En ocasiones se echa de menos que nuestra existencia tenga una interface tipo “Microsoft Office”. Pero esto es algo que no tiene que ver con lo que quiero contar, y como ya sabéis, detesto irme por las ramas, pues su arbitraria consistencia leñosa no suele permitir el tránsito por las mismas en unas condiciones que, por la experiencia propia y ajena, garanticen la seguridad igualmente tanto propia como ajena. ¿De qué coño estaba hablando? ¡Ah! ¡Sí! Del tiempo, es verdad.

El caso es que estaba pensando que tres meses no es tanto tiempo. Bueno, según para qué. Para estar aguantando la respiración debajo del agua, tal vez sea demasiado. Eso es algo que no puedo rebatir, obviamente. Pero en referencia a la cuestión que quiero tratar, quizás tres meses es una porción de tiempo relativamente asumible. Resulta que, como probablemente sepáis, llevo tres meses experimentando en mis propias carnes las luces y las sombras de la emigración. Cuando llegué aquí firmé un contrato de alquiler pensando que, tal y como me explicaron mis arrendadores, la duración del mismo ascendía a la cifra de... Exacto, tres meses. Cuál no sería mi sorpresa cuando hace unas semanas me dirigí (iluso de mí) presto y solícito, a comunicar mi decisión de no continuar haciendo uso de la vivienda en la que residimos (por motivos que no procede detallar ahora, pero entre otros destacaría el hecho de que durante dos meses no tuvimos armarios o que hemos estado prácticamente todo el tiempo lavando a mano en la bañera, pues la lavadora no se dignaba a entender el castellano...). Si bien es cierto el hecho de que, efectivamente, la duración del contrato era de tres meses, no quedaba suficientemente especificado que esos tres meses eran automáticamente prorrogables, a no ser que el inquilino avisase con tres meses de antelación. O sea, que para que el contrato hubiera durado justamente esos tres meses, tendría que haber decidido el primer día del mismo que no quería continuar. En definitiva, que nos la han colado, pero bien colada. Pues nada, que en principio habrá que seguir aquí hasta noviembre, a no ser que encontremos a alguien que nos releve en el alquiler, búsqueda en la que estaremos inmersos los próximos días y semanas.

Tres meses se pueden hacer largos. Pero también sé que pasarán. Y cuando concluyan no tendremos que ver nunca jamás la cara de cierta señora. Y esa señora tendrá que seguir viéndosela todas las mañanas en el espejo. Y eso no debe de ser una tarea fácil de soportar, porque “todas las mañanas” sí que es demasiado tiempo.
 
 
 

domingo, 25 de agosto de 2013

De cómo aprender a echar de menos sin sentir dolor




 
Hoy se ha despertado el día con el color de las despedidas. Curiosamente hoy hace exactamente tres meses que este lugar nos dio su particular bienvenida, obsequiándonos con otra fría y gris mañana, allá por el mes de mayo. Llegamos casi sin hacer ruido, cargados con una maleta llena de sueños e ilusiones como único equipaje (más no se permite en las líneas aéreas de bajo coste). Hoy, tres meses después y echando la vista atrás, tomo conciencia de lo difícil que resultó llegar hasta ese punto de partida. Y que sin embargo, las complicaciones reales empezaron sólo entonces, en el preciso instante en que como inmigrantes pusimos el pie en este lugar. Pero de estas cuestiones tal vez hable en otra ocasión.
 
 

Hoy simplemente quería decir que después de estos tres meses sigo echando muchísimo de menos todo lo que he dejado atrás en España, pero por encima de todo añoro a mi pequeña. A mi Paula. Que no pasa un solo día sin que me acuerde de ella y que, en ocasiones, sin saber muy bien cómo, me percato de que agua salada brota a través de mis ojos con la misma facilidad con la que su recuerdo recala en mi mente. Reconozco que no me hallo en condiciones de dar una respuesta racional al título que planteo. Es más, casi me atrevería a afirmar que no se puede echar de menos sin sentir dolor. Sin algo de dolor, en cualquier caso. Quizás la alternativa sea el olvido, aunque ese es un camino que no estoy dispuesto a recorrer.


Desde esta buhardilla doblemente abuhardillada en la que por el momento habito, quiero hacerle llegar todo el amor y el cariño que un padre puede sentir por su hija. Ella sabe que es así, y del mismo modo, sé que ella también se acuerda mucho de mí, a pesar de que no quiera comunicarse conmigo. Sé que no soporta verme triste y por tal motivo ha optado por hacer como que no existo.

 
 
Pero Paula, deberías saber que el dolor, igual que la energía, no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Desde luego, tratar de hacer como que no está presente no lo remedia y, ni mucho menos, lo elimina. En todo caso, se acaba convirtiendo en rencor y en odio. En un rencor que se va acumulando y en un odio que acarrearás sobre tu espalda sin razón. Aunque no lo creas, el rencor y el odio no son “mejores” que el dolor de la nostalgia. Ojalá algún día, cuando crezcas un poco más, puedas comprenderlo. No te he abandonado, hija. No estoy aquí como consecuencia de una decisión tomada libremente. Estoy aquí, forzado por las circunstancias, tratando de ganarme la vida porque en España no podía hacerlo. Es así de simple, y así de duro. No espero que lo comprendas hoy. Ni tampoco mañana. Sólo cuando estés preparada para hacerlo, ni antes ni después. Entonces, papá seguirá siendo papá, el mismo que te contaba los cuentos en los que tú eras la protagonista. Hoy no es que haga precisamente un “Mundía” (esta palabra es de Paula), pero seguro que mañana volverá a brillar el sol.

jueves, 15 de agosto de 2013

De cuando la realidad supera a la fricción





A veces la realidad supera a la fricción. ¡Oh, cielos! ¿He dicho fricción? ¡Qué desafortunado contratiempo! A decir verdad, sé que todo el mundo sabe realmente a lo que me refiero. Deben de ser los nervios, que asoman bajo la hoja en blanco. Vamos otra vez al principio.
En ocasiones, la realidad supera a la fruición. Creo que tampoco era esto, aunque cierto sí que es. Al menos, podría ser. Vamos, digo yo... A ver, dejadme que me centre. Ahora. Ya va. Comienzo de nuevo, que esto no tiene por qué ser tan difícil.
A veces la realidad supera a la micción. Esto no va bien en absoluto. Me vais a disculpar, pero creo que me he despistado, o meé despistado... No estoy seguro del todo, pero creo que da lo mismo...
Hay momentos en los que la realidad supera a la dicción. Digo bien. Pero me temo que tampoco era esto lo que estabais pensando. Ni yo.
A veces la realidad supera a la adicción. No. Bueno, sí. Pero no. La verdad es que en estos momentos me cambio a la voz pasiva para confirmar abiertamente que la realidad está siendo superada ampliamente por la frustración. Pero esto no puede quedar así. Creo que este desaguidaso de post merece una breve pero clara explicación.

Lo cierto es que no me puedo concentrar. Mientras escribo (o lo intento) estoy viendo (obviamente con las orejas) en la “SRF”, o lo que es lo mismo, en la “Schweitzer Radio und Fernsehen” una película llamada “Zurück in der Zukunft”, que os sonará más si os digo que en español significa “Regreso al Futuro”. Y lo más curioso de todo es que entiendo lo que dicen (sí, sí, en alemán). Hoy esto es una realidad. Hace seis meses, ficción. Imagino que ya os hacéis una idea.


domingo, 11 de agosto de 2013

De una tortilla de patatas indomable que quiso llamarse “Huevos Locos”


Hoy he llevado a cabo un ejercicio del tipo “maniobras militares” encaminado a combatir la notalgia que en ocasiones (muchas) asoma por la ventana de la buhardilla que habito. No puedo remediar mirar hacia el sur y pensar en que allá, más bien tirando a lejos, a casi dos mil kilómetros están muchos de los míos, mi tierra y, en definitiva, mi hogar.

Acaparar más “Heimweh” (añoranza, o literalmente, dolor de hogar, como dicen por aquí) de la que uno se puede hacer cargo no tiene que ser sano. Por tal motivo, y por otros que ahora no vienen a cuento, esta mañana me propuse hacer una auténtica tortilla de patatas. Una tortilla española.
 
 
 

Tenía los ingredientes: aceite (Öl se empeñan en llamarlo por aquí, por mucho que éste haya venido directamente del Mercadona de Santa Pola), die Eier (los huevos, que decimos en España), die Kartoffeln (las patatas, obviamente), Salz (está claro, la sal) und Knoblauch (ajo, que aunque no toma parte en la tortilla, estaba por aquí y quería figurar. Como está constituido por dientes, le gusta mostrar la sonrisa cada vez que tiene ocasión). Quisiera puntualizar que tomar la foto a los ingredientes no ha sido una tarea fácil. Más que nada porque los huevos no se estaban quietos. Voy a tratar de explicarme. Resulta que la buhardilla que ocupo manifiesta una ligera inclinación descendente hacia el norte, motivo suficiente al parecer para que die Eier (los huevos) se mostrasen intranquilos y deseosos de movimiento. He pasado un mal rato, lo admito. Casi me he dado por vencido, pero finalmente las patatas se han hecho cargo de la situación y han conseguido que los huevos entrasen en el juego (o en la foto, mejor dicho).
 
 
 

El resultado (estéticamente hablando), como podéis comprobar, no ha sido el que cabía esperar. Esta tortilla podría haberse llamado perfectamente “Huevos Locos” o “La Tortilla Indomable”. Claro que deberíais haber visto la sartén “ultra-adherente” con la que he cometido (o perpetrado) este guiso... Reconozco que pensé que podía haberlo hecho mejor. Pero en realidad me da absolutamente igual. La idea no era esa. Lo que pretendía era acercarme, en la medida de lo posible, y desde un punto de vista emocional, a todo aquello a lo que añoro.

El hecho de preparar una tortilla de patatas me ha conectado directamente con mi hija Paula. Ella solía decirme que hacía las mejores tortillas de patata del mundo. Claro que eso era cuando me quería... Yo siempre la creí. No que hiciera las mejores tortillas del mundo, sino que para ella lo fuesen. Sé que hablaba en serio. También me he sentido emocionado al pensar en mis padres y en mi hermana. La tortilla de patatas de mi madre. A ella siempre le salen buenísimas y estéticamente perfectas. Igualmente he tenido tiempo para acordarme de todos los familiares y amigos con los que he compartido un pincho de tortilla (o cualquier otra exquisitez) en estas últimas décadas... A todos vosotros quisiera deciros que os quiero y que os echo muchísimo de menos. No podéis imaginar cuánto. Pero esto es así, y hay que ganarse la vida allá donde a uno se lo permiten y donde le dan la oportunidad.

Sé de buena tinta que una cuestión ronda por vuestras cabezas. Que cómo estaba la tortilla, ¿no? Pues bien, aún no la he probado. Estoy esperando a que vuelva la currante de la casa para compartir, como venimos haciendo en los últimos meses, todas las penas y alegrías con ella.
 
 

miércoles, 7 de agosto de 2013

De cuando no se sabe sobre qué escribir



No quisiera molestar. Lamento las disculpas”



Hay ocasiones en las que no se sabe muy bien sobre qué escribir. Sobre un papel, dirían los más avezados. Pero lo cierto es que la vida de un papel no suele resultar muy interesante, al menos (y valga la redundancia) sobre el papel. Sin embargo, un papel puede llegar a dar mucho juego, fundamentalmente si se manifiesta en su formato más grueso (cartón) y uno se halla en un bingo. Un papel se puede interpretar, o también desempeñar sin necesidad de acudir a una casa de empeños. Unos papeles suponen la diferencia entre residir legalmente en un país o no hacerlo. Un papel es un papel. Un papel puede ser moneda, pero higiénico también. Un papel puede ser todo, y nada a la vez.

Hoy estoy en blanco, como esta hoja que aquí veis. Recordad que por poco importantes que sean, no conviene perder los papeles. Lo mejor, guardar la calma y evitarse un papelón.

También es verdad que podría escribir sobre mí mismo. Pero es que hoy no me quedan ganas. Ya me he duchado, y cubrir mi piel de letras escritas a bolígrafo es lo último que quisiera hacer a estas horas.
 
 
 

domingo, 4 de agosto de 2013

De la libre traducción e interpretación de los nombres de las calles en alemán y de cómo la intuición no siempre falla


 
“Para apreciar el verdadero valor de una gran sonrisa dulce, tal vez fuese preciso haber saboreado previamente la amargura de unas cuántas lágrimas saladas”

 

Afortunadamente no todo lo que concierne al hecho migratorio es llanto y lamento. Un ejemplo: los problemas de comunicación.

“¿Cómo? Si acabas de decir que no todo son desdichas y calamidades. ¿Más problemas?, ¿es que estás loco?, ¿acaso tenemos doble personalidad? Debemos reunirnos los dos cuanto antes”.

Efectivamente, más problemas. En este caso el problema no sería el problema en sí, sino la forma de afrontarlo. La comunicación cotidiana a través del uso de un lengua ajena a la materna da pie a multitud de equívocos, malentendidos y anécdotas, que también irán cobrando el protagonismo que merecen en este nuevo espacio.

Hoy, sin ir más lejos (bueno, en realidad a Stein am Rhein. He de reconocer que cerca no está), mientras paseaba por su centro encantado (encantado yo, aunque el centro también es encantador, claro), he descubierto alguna de las posibilidades (tal vez sólo una, pero ya es más que nada) de un juego que propongo: interpretar y traducir libremente los nombres de las calles del alemán al castellano, dejando como guía única a la intuición. "Alemán creativo para españoles intuitivos", o algo así, podría llamarse.


Ahí van un par de propuestas:



 
 
 
 
“Schwarzhorngass”, que significa algo así como “Callejón del cuerno negro”, podríamos rebautizarlo como “Horno de gas negro”.

 
 


 
“Rathausplatz”, para un español creativo podría querer decir la “Plaza de la casa de los ratones” en realidad no es ni más ni menos que la “Plaza del Ayuntamiento”.



Por supuesto, cualquier aportación, sugerencia o comentario serán bienvenidos y al final del curso “Alemán creativo para españoles intuitivos” se obsequierá a los participantes con un estupendo diploma acreditativo (absoluta y rigurosamente bilingüe) e incluso con un vino de honor, dudoso, pero honor al fin y al cabo.
 
 
 

sábado, 3 de agosto de 2013

De cuando dejas atrás lo que más quieres y no tienes ni idea de lo que hay delante


 
 
 
 
Salir de casa no es fácil. No. No es que tenga la puerta atrancada, ni tampoco es que haya un lobo hambriento en el rellano. Si esperabais escuchar el cuento de los tres cerditos, sabed que no estáis en el lugar apropiado. No, no es eso. Me refiero al hecho de abandonar el hogar. Ese hogar que con mucho entusiasmo y tantísimo amor ha ido uno construyendo a lo largo de los años, para tratar de buscar y ganarse la vida en otro país. Vamos, emigrar creo que lo llaman.
 
En general, la cosa empieza mucho antes de dar el primer paso. O dicho de otro modo, el primer paso es pensar en cómo dar el primer paso. Aunque en realidad, y lamentando la sobre-redundancia, el primer paso es llegar a ser consciente de que uno debe emigrar. Vamos a llamarlo “El paso 0”, porque aunque me encantaría ponerle a ese paso “El Cristo del Gran Poder”, creo que ya está registrado. ¡Qué le vamos a hacer!, todavía no hemos emigrado y ya nos estamos encontrando con trabas.

Decidir el lugar al que se va a ir y a qué tipo de trabajo se aspira suelen ser los dos pilares donde descansan y sobre los que giran el resto de las otras “decisiones” y de los que se derivan muchísimas consecuencias que se deben tener en cuenta. Pero la verdad es que creo que me estoy yendo por las ramas, porque en mi ánimo no estaba hoy hacer una “guía práctica del emigrante”, sino que realmente pretendía hablar de algo que podría ubicarse más bien, si se quiere, en un plano emocional.

Emigrar, como cualquier otra decisión que se pueda tomar, implica una serie de consecuencias. Y de las primeras de las que uno es consciente es del hecho de que va a tener que dejar atrás a seres queridos, lugares familiares e incluso lengua materna. Emprender rumbo hacia una nueva vida, por muy emocionante y excitante que resulte, implica un camino que en ocasiones está plagado de renuncias y sacrificios. No es lo mismo abandonar el hogar familiar cuando uno está recién ingresado en la edad adulta que cuando se rozan los cuarenta años y se deja atrás hijos y/o pareja.

En mi caso me veo obligado a “abandonar” a mi hija. Es difícil y muy muy duro. Sólo quien ha pasado por esto puede llegar a comprender la angustia que supone no saber cuándo será la próxima vez que vuelvas a ver a tu pequeña, que aunque ya no lo sea tanto (lo de pequeña, me refiero), para una padre nunca deja de serlo. Un consuelo es pensar que mi sacrificio y mi esfuerzo permiten que ella pueda tener hoy un presente, y quién sabe, incluso la esperanza de un futuro. Ojalá ella algún día lo pueda comprender y ver de este modo. Mientras tanto, le deseo la mayor de las felicidades y le diría que cuando sienta que la vida no le sonríe, pruebe a sonreírle ella. A veces, sólo a veces, funciona. Y además, no se pierde nada por intentarlo.

martes, 30 de julio de 2013

Del valor terapéutico de la escritura y las vueltas que da la vida




 
 
 
Ayer, al llorar mis primeras palabras escritas desde hace ni se sabe cuánto, conseguí que dejaran de dibujarse esos ríos de tinta transparente que vienen brotando de mis ojos a diario ya más de un mes.

Siento mucho empezar hoy con esta lamentable metáfora, pero que haya dejado de llorar no significa que no siga estando sensible. En el blog “quemecuento” habría hablado de estreñimiento de ideas o de mente embozada. Y probablemente a continuación hubiera comparado ese atasco mental con el polo opuesto, o sea, con la diarrea creativa. Pero entiendo que en “Meine leere Regale” este tipo de expresiones no proceden, y por ello pido que no se tengan en cuenta.

En estos momentos disfruto o, más bien, transcurre el penúltimo día de mis vacaciones en mi hogar español, del cual podría sin problema caerse el calificativo. Mi hogar, a secas. Así está bien. Cuarenta metros cuadrados. Cuarenta metros cuadrados puede llegar a ser una superficie lo suficientemente grande como para hacer que uno se sienta sólo. Del mismo modo que dos personas significan, en ocasiones, el mundo entero. No puedo dejar de pensar en que la última vez que estuve aquí, antes de emprender rumbo al otro país, había dos personas más, conmigo. Ahora miro alrededor y no encuentro a nadie. Tan sólo recuerdos, el eco sordo de la soledad. El vacío que me rodea por todas partes y lo llena todo no es más que el reflejo, la proyección, del vacío que anida en mi interior.

Con vuestro permiso seguiré derramando palabras, llorando frases. Necesito recuperar mis ojos para poder seguir mirando al frente y comprobar si es cierto que el mundo no ha dejado de girar.
 
 

domingo, 28 de julio de 2013

De cuando te rompen el corazón y empiezas a escribir un nuevo blog


 
 
 
Hay veces en las que te rompen el corazón en mil pedazos (trozo arriba, trozo abajo). Eso es malo, es evidente, pero lo peor llega en el momento en el que intentas volver a recomponer esos pedacitos y te das cuenta de que algunos se han perdido y otros, sencillamente, ya no encajan. En otras ocasiones se da la situación siguiente: tienes todas las piezas, encajan, pero la forma resultante de la yuxtaposición de las mismas ya no es la de un corazón, sino la de una vaca tibetana, si es que eso tiene sentido.

A mi me han roto el corazón. Realmente no sé en qué estadio del proceso de recomposición me encuentro. Tal vez, incluso, peque de optimismo al dar por sentado que estoy en fase de recuperación, pero vamos a dar por bueno el hecho de que desde la eclosión coronaria no se puede ir a peor, con lo cual a partir de entonces, todo es ya regeneración y mejora. Lenta, si se quiere, pero mejora al fin y al cabo.

Pues bien, quisiera tener el dudoso honor de presentar mi nuevo blog, en el que, a modo de vertedero, iré arrojando toda la materia dolorosa y tejido inerte resultante del proceso de sanación y depuración al que pretendo someter a mi nuevo corazón con forma de vaca tibetana, si es que, como anteriormente apuntaba, eso existe.

Hasta ahora, en mi blog “quemecuento”, he empleado el sentido del humor como vehículo para expresar y dar rienda suelta a mi aletargada y, en ocasiones, perezosa creatividad. Dicen que hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar. No lo sé. Es posible. Sin embargo, imagino que hacer llorar de risa será más complicado todavía. Por no hablar de hacer reír de llanto, que debe de ser la leche (de vaca tibetana, obviamente).

En mi nuevo blog “Meine leere Regale” tendrá cabida todo. Humor, llanto, humor, creo que no me dejo nada… ¡Ah!, por cierto, “Meine leere Regale” significa “Mis estanterías vacías” en alemán, idioma en el que por razones de subsistencia me debo desenvolver en estos momentos en mi día a día. La elección del nombre no es casual. Para mi la estantería vacía es una metáfora que describe de manera bastante gráfica cómo se siente uno cuando, con el corazón roto, se ve obligado a emigrar para ganarse la vida en otro país. La estantería vacía simboliza el hueco que lo invade todo. O casi todo. Pero al mismo tiempo significa la promesa de una esperanza, la promesa de un espacio en el que los “libros” que conforman nuestra vida irán encontrando su sitio y acomodo.

El primer paso está dado.