domingo, 22 de septiembre de 2013

De hacerse mayor


Yo siempre he creído que el problema de hacerse mayor no es tal, sino que en realidad la gran tragedia es “darse cuenta” de ese fenómeno, en cierto modo, decadente. En muchas ocasiones no seríamos conscientes del inexorable paso del tiempo si no fuese porque algo o alguien viniera a recordárnoslo. Un ejemplo: ser capaz de rememorar alguno de los partidos de fútbol del Mundial 82 es un síntoma evidente de que uno ya va teniendo una edad. Aunque el hecho de conseguir traer a la mente algo que sucedió hace más de 30 años, a su vez, es un claro indicio de que el cerebro sigue estando en plenitud de condiciones y preparado para ser usado, si es que eso fuese necesario alguna vez. Otro ejemplo: que una hija comience la educación secundaria pone de manifiesto que ya ha pasado una serie de años (deprisa, si se quiere, demasiado deprisa) desde que uno tuvo la inmensa alegría (la mayor de las posibles) de iniciar la aventura de ser padre.

Es por este motivo por el que hoy escribo. Paula, esta semana has comenzado a ir al instituto. Al rojo, sí. Al mismo al que fue papá, hace ya algunos años. Ya vas al instituto y, sin embargo, me acuerdo perfectamente de tu primer día de colegio e incluso del primero de tus días en la escuela infantil “Xiquets”. Todo ha ido tan rápido... Sé que para ti quizás no. Lo sé porque yo también fui niño. Aunque te cueste creerlo, no siempre fui calvo natural.

Pero así es el tiempo, un viejo cínico, unas veces absolutamente relativo y otras, arbitrariamente preciso. No sé si te imaginas cuánto quisiera poder estar ahí para abrazarte y desear que todo te vaya bien en esta nueva etapa de tu vida, pero la realidad es que nos separan mil setecientos kilómetros, uno detrás de otro, y no puedo más que tratar de hacerte llegar todo mi amor y mi cariño a través de unas pocas palabras escritas.
 
 

 

Me acuerdo de cuando cumpliste cuatro años e hicimos una casa de papel para guardar tus regalos. Te extrañó mucho que simplemente con unas cuantas hojas consiguiéramos levantar una estructura que se aguantase a sí misma. En realidad con un folio de papel no se consigue gran cosa. Con dos, tampoco. Pero si unes unos cuantos y además de un modo determinado, el resultado puede llegar a ser sorprendente. Únicamente hay que saber cómo.
 
 
 
 
 
 
Yo te animo a que emprendas esta nueva etapa con ese espíritu curioso y soñador que siempre te ha caracterizado. Te invito a que busques la forma de construir tus “alas” para volar. Esas que de pequeña no dejabas de idear y diseñar una y otra vez. Esas que te ayudarán a elevarte y mirar las cosas desde otro punto de vista, tal vez con otra perspectiva. Esas alas que te permitirán llegar hasta donde te propongas. Esas alas son las que, quieras o no, estás empezando a desplegar ya.

Te haces mayor, y yo también. Y hacerse mayor forma parte de este juego que se llama vida. Es algo que no podemos elegir. El modo de aceptar esa condición impuesta es lo que diferencia, muchas veces, a las personas felices de las desgraciadas. Hacerse mayor significa que uno o una sigue existiendo. Y eso supone una felicidad inmensa para todo el que te quiere, incluso desde la distancia.
 
 
 
 
 
 

sábado, 7 de septiembre de 2013

De cuando la vida es como una pila alcalina


 
 
Reinterpretando y aludiendo a la célebre frase de Forrest Gump, diría que la vida es, si no como una caja de bombones, sí como una pila alcalina. Para que funcione se debe saber encontrar el lado positivo. Eso es algo de lo que hay que ocuparse concienzudamente a diario cuando uno pretende empezar de nuevo a construirse una vida en un “ecosistema” diferente. Y digo bien “ecosistema”, porque aunque no lo parezca, el que escribe estas líneas es más “animal de costumbres” de lo que se pueda llegar a imaginar en un principio. Y empleo el término “ecosistema” también porque no me encuentro en condiciones de determinar si como vecinos tenemos más animales que personas o viceversa. Y de hecho, ni siquiera me atrevería a asegurar que algunas (pocas, afortunadamente, muy pocas) de las personas con las que nos hemos topado lleguen a ser tan humanas como las ovejas con las que cada mañana intercambiamos un cordial “Grüezi” o un “Beeee” en un ya más que aceptable dialecto ovino.

Empeñado como estoy en buscarle el lado positivo a la vida, no puedo evitar pensar en “La vida de Brian” (ya sabéis, “Always look at the bright side of life”), y al hacerlo, la sonrisa vuelve a poblar mi semblante. Debo admitir que no siempre es fácil. No siempre encuentro fuerzas para sonreír, para bromear o incluso siquiera para comunicarme con la gente a la que tanto echo de menos. Pero he de reconocer que cada vez van siendo menos los momentos en los que eso ocurre. Tengo un apoyo enorme en mi Mar, que a pesar de lo que su nombre pudiera sugerir, se comporta como un auténtico “Cielo”. A ella quiero darle las gracias por “ponerme las pilas” cada vez que me quedo sin ellas, por aguantar mis momentos de nihilismo agudo y los ratitos de crisis existencial absoluta, en los que me planteo cuestiones tales como qué hacemos aquí, de dónde venimos, quiénes somos realmente, hacia dónde nos dirigimos, o si estamos solos en el Universo. Por cierto, cuando escucho a quienquiera que sea preguntarse si estamos solos en el Universo, me suelen entrar ganas de sugerirle que se pasee una mañana cualquiera del mes de agosto por la playa de Levante de Santa Pola, a ver si le parece que esa es demasiada soledad para un Universo como el nuestro.

Hoy, como seguramente podéis intuir, no me resulta fácil ocultar mi alegría. Por segunda semana consecutiva he podido hablar con mi niña, con mi Paula. Y eso es algo que a uno lo carga de energía muy positiva.
 


domingo, 1 de septiembre de 2013

De cuando el tiempo es lo único que realmente nos pertenece



Tempus tantum nostrum est, o lo que es lo mismo, el tiempo es lo único que realmente nos pertenece, que dijo alguien alguna vez. Y si no lo dijo, por lo menos lo debió de pensar muy seriamente. Supongo.





Hoy he tenido tiempo para pensar. Tiempo para pensar en el tiempo. No. No en el tiempo de “parece que empieza a refrescar, hay que ver cómo viene septiembre”... No. No hablo de ese. Me refiero al tiempo como dimensión en la que nos movemos las personas humanas (y las no tanto) en un único sentido. En el de la vida. Hacia adelante, claro. Por cierto, imagino que estaréis de acuerdo conmigo en que es una verdadera lástima no haber encontrado la tecla de “deshacer” en el “menú de pantalla” del tiempo que tenemos. En ocasiones se echa de menos que nuestra existencia tenga una interface tipo “Microsoft Office”. Pero esto es algo que no tiene que ver con lo que quiero contar, y como ya sabéis, detesto irme por las ramas, pues su arbitraria consistencia leñosa no suele permitir el tránsito por las mismas en unas condiciones que, por la experiencia propia y ajena, garanticen la seguridad igualmente tanto propia como ajena. ¿De qué coño estaba hablando? ¡Ah! ¡Sí! Del tiempo, es verdad.

El caso es que estaba pensando que tres meses no es tanto tiempo. Bueno, según para qué. Para estar aguantando la respiración debajo del agua, tal vez sea demasiado. Eso es algo que no puedo rebatir, obviamente. Pero en referencia a la cuestión que quiero tratar, quizás tres meses es una porción de tiempo relativamente asumible. Resulta que, como probablemente sepáis, llevo tres meses experimentando en mis propias carnes las luces y las sombras de la emigración. Cuando llegué aquí firmé un contrato de alquiler pensando que, tal y como me explicaron mis arrendadores, la duración del mismo ascendía a la cifra de... Exacto, tres meses. Cuál no sería mi sorpresa cuando hace unas semanas me dirigí (iluso de mí) presto y solícito, a comunicar mi decisión de no continuar haciendo uso de la vivienda en la que residimos (por motivos que no procede detallar ahora, pero entre otros destacaría el hecho de que durante dos meses no tuvimos armarios o que hemos estado prácticamente todo el tiempo lavando a mano en la bañera, pues la lavadora no se dignaba a entender el castellano...). Si bien es cierto el hecho de que, efectivamente, la duración del contrato era de tres meses, no quedaba suficientemente especificado que esos tres meses eran automáticamente prorrogables, a no ser que el inquilino avisase con tres meses de antelación. O sea, que para que el contrato hubiera durado justamente esos tres meses, tendría que haber decidido el primer día del mismo que no quería continuar. En definitiva, que nos la han colado, pero bien colada. Pues nada, que en principio habrá que seguir aquí hasta noviembre, a no ser que encontremos a alguien que nos releve en el alquiler, búsqueda en la que estaremos inmersos los próximos días y semanas.

Tres meses se pueden hacer largos. Pero también sé que pasarán. Y cuando concluyan no tendremos que ver nunca jamás la cara de cierta señora. Y esa señora tendrá que seguir viéndosela todas las mañanas en el espejo. Y eso no debe de ser una tarea fácil de soportar, porque “todas las mañanas” sí que es demasiado tiempo.