domingo, 1 de septiembre de 2013

De cuando el tiempo es lo único que realmente nos pertenece



Tempus tantum nostrum est, o lo que es lo mismo, el tiempo es lo único que realmente nos pertenece, que dijo alguien alguna vez. Y si no lo dijo, por lo menos lo debió de pensar muy seriamente. Supongo.





Hoy he tenido tiempo para pensar. Tiempo para pensar en el tiempo. No. No en el tiempo de “parece que empieza a refrescar, hay que ver cómo viene septiembre”... No. No hablo de ese. Me refiero al tiempo como dimensión en la que nos movemos las personas humanas (y las no tanto) en un único sentido. En el de la vida. Hacia adelante, claro. Por cierto, imagino que estaréis de acuerdo conmigo en que es una verdadera lástima no haber encontrado la tecla de “deshacer” en el “menú de pantalla” del tiempo que tenemos. En ocasiones se echa de menos que nuestra existencia tenga una interface tipo “Microsoft Office”. Pero esto es algo que no tiene que ver con lo que quiero contar, y como ya sabéis, detesto irme por las ramas, pues su arbitraria consistencia leñosa no suele permitir el tránsito por las mismas en unas condiciones que, por la experiencia propia y ajena, garanticen la seguridad igualmente tanto propia como ajena. ¿De qué coño estaba hablando? ¡Ah! ¡Sí! Del tiempo, es verdad.

El caso es que estaba pensando que tres meses no es tanto tiempo. Bueno, según para qué. Para estar aguantando la respiración debajo del agua, tal vez sea demasiado. Eso es algo que no puedo rebatir, obviamente. Pero en referencia a la cuestión que quiero tratar, quizás tres meses es una porción de tiempo relativamente asumible. Resulta que, como probablemente sepáis, llevo tres meses experimentando en mis propias carnes las luces y las sombras de la emigración. Cuando llegué aquí firmé un contrato de alquiler pensando que, tal y como me explicaron mis arrendadores, la duración del mismo ascendía a la cifra de... Exacto, tres meses. Cuál no sería mi sorpresa cuando hace unas semanas me dirigí (iluso de mí) presto y solícito, a comunicar mi decisión de no continuar haciendo uso de la vivienda en la que residimos (por motivos que no procede detallar ahora, pero entre otros destacaría el hecho de que durante dos meses no tuvimos armarios o que hemos estado prácticamente todo el tiempo lavando a mano en la bañera, pues la lavadora no se dignaba a entender el castellano...). Si bien es cierto el hecho de que, efectivamente, la duración del contrato era de tres meses, no quedaba suficientemente especificado que esos tres meses eran automáticamente prorrogables, a no ser que el inquilino avisase con tres meses de antelación. O sea, que para que el contrato hubiera durado justamente esos tres meses, tendría que haber decidido el primer día del mismo que no quería continuar. En definitiva, que nos la han colado, pero bien colada. Pues nada, que en principio habrá que seguir aquí hasta noviembre, a no ser que encontremos a alguien que nos releve en el alquiler, búsqueda en la que estaremos inmersos los próximos días y semanas.

Tres meses se pueden hacer largos. Pero también sé que pasarán. Y cuando concluyan no tendremos que ver nunca jamás la cara de cierta señora. Y esa señora tendrá que seguir viéndosela todas las mañanas en el espejo. Y eso no debe de ser una tarea fácil de soportar, porque “todas las mañanas” sí que es demasiado tiempo.
 
 
 

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