miércoles, 14 de noviembre de 2018

Otoñeciendo en Landschlacht




Otoñece en Landschlacht, y lo hace con la solemnidad y precisión de quien sabe que representa una función que será disfrutada por última vez. Otoñecen los días del último noviembre y por un instante me fundo con ellos para sentir la carga de toda la estación sobre mis hombros. Para quien no lo sepa, el otoño es la estación del año que más pesa, y se manifiesta de forma y modo completamente vertical, con sentido descendente, de cadencia decadente, de caída delicada, deliciosas hojas de calidades caleidoscópicas. Ocasos incipientes que se adentran en los días, que prácticamente los devoran, ávidos de noche.

Otoñece en Landschlacht, y lo hace con virtuosismo cromático y disciplina. Con la misma disciplina germánica con la que hace seis años comencé a aprender la lengua alemana, y que ahora, cerca de un centenar de novelas leídas después, forma ya parte de mi. La lengua alemana digo, porque la disciplina germánica creo que ya la traía de serie.

De todo lo que me llevo de los otoños transcurridos a la orilla del Bodensee, la sensación constante que me remite inequívocamente a lo que este lugar y esta etapa de mi vida representa es, precisa y paradójicamente algo que no está apenas presente. La luz, o mejor dicho, la ausencia de la misma. La escasez lumínica y el empeño de la niebla por intervenir en el devenir cotidiano confieren al paisaje un inmenso cariz de irrealidad homogénea, de eternidad vacía. Un lugar sin luz, un lugar en el que no se proyectan las sombras, pero que, sin embargo, me deja una huella indeleble.




Otoñece en Landschlacht, y lo hace a sabiendas de que será la última vez. Otoñece y yo percibo que lo voy haciendo también en paralelo, a mi ritmo, dejándome llevar. El olor, el color, el sonido, todo sabe a despedida, mientras las hojas al caer van marcando el camino que me devuelve a mi hogar.