domingo, 25 de agosto de 2013

De cómo aprender a echar de menos sin sentir dolor




 
Hoy se ha despertado el día con el color de las despedidas. Curiosamente hoy hace exactamente tres meses que este lugar nos dio su particular bienvenida, obsequiándonos con otra fría y gris mañana, allá por el mes de mayo. Llegamos casi sin hacer ruido, cargados con una maleta llena de sueños e ilusiones como único equipaje (más no se permite en las líneas aéreas de bajo coste). Hoy, tres meses después y echando la vista atrás, tomo conciencia de lo difícil que resultó llegar hasta ese punto de partida. Y que sin embargo, las complicaciones reales empezaron sólo entonces, en el preciso instante en que como inmigrantes pusimos el pie en este lugar. Pero de estas cuestiones tal vez hable en otra ocasión.
 
 

Hoy simplemente quería decir que después de estos tres meses sigo echando muchísimo de menos todo lo que he dejado atrás en España, pero por encima de todo añoro a mi pequeña. A mi Paula. Que no pasa un solo día sin que me acuerde de ella y que, en ocasiones, sin saber muy bien cómo, me percato de que agua salada brota a través de mis ojos con la misma facilidad con la que su recuerdo recala en mi mente. Reconozco que no me hallo en condiciones de dar una respuesta racional al título que planteo. Es más, casi me atrevería a afirmar que no se puede echar de menos sin sentir dolor. Sin algo de dolor, en cualquier caso. Quizás la alternativa sea el olvido, aunque ese es un camino que no estoy dispuesto a recorrer.


Desde esta buhardilla doblemente abuhardillada en la que por el momento habito, quiero hacerle llegar todo el amor y el cariño que un padre puede sentir por su hija. Ella sabe que es así, y del mismo modo, sé que ella también se acuerda mucho de mí, a pesar de que no quiera comunicarse conmigo. Sé que no soporta verme triste y por tal motivo ha optado por hacer como que no existo.

 
 
Pero Paula, deberías saber que el dolor, igual que la energía, no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Desde luego, tratar de hacer como que no está presente no lo remedia y, ni mucho menos, lo elimina. En todo caso, se acaba convirtiendo en rencor y en odio. En un rencor que se va acumulando y en un odio que acarrearás sobre tu espalda sin razón. Aunque no lo creas, el rencor y el odio no son “mejores” que el dolor de la nostalgia. Ojalá algún día, cuando crezcas un poco más, puedas comprenderlo. No te he abandonado, hija. No estoy aquí como consecuencia de una decisión tomada libremente. Estoy aquí, forzado por las circunstancias, tratando de ganarme la vida porque en España no podía hacerlo. Es así de simple, y así de duro. No espero que lo comprendas hoy. Ni tampoco mañana. Sólo cuando estés preparada para hacerlo, ni antes ni después. Entonces, papá seguirá siendo papá, el mismo que te contaba los cuentos en los que tú eras la protagonista. Hoy no es que haga precisamente un “Mundía” (esta palabra es de Paula), pero seguro que mañana volverá a brillar el sol.

jueves, 15 de agosto de 2013

De cuando la realidad supera a la fricción





A veces la realidad supera a la fricción. ¡Oh, cielos! ¿He dicho fricción? ¡Qué desafortunado contratiempo! A decir verdad, sé que todo el mundo sabe realmente a lo que me refiero. Deben de ser los nervios, que asoman bajo la hoja en blanco. Vamos otra vez al principio.
En ocasiones, la realidad supera a la fruición. Creo que tampoco era esto, aunque cierto sí que es. Al menos, podría ser. Vamos, digo yo... A ver, dejadme que me centre. Ahora. Ya va. Comienzo de nuevo, que esto no tiene por qué ser tan difícil.
A veces la realidad supera a la micción. Esto no va bien en absoluto. Me vais a disculpar, pero creo que me he despistado, o meé despistado... No estoy seguro del todo, pero creo que da lo mismo...
Hay momentos en los que la realidad supera a la dicción. Digo bien. Pero me temo que tampoco era esto lo que estabais pensando. Ni yo.
A veces la realidad supera a la adicción. No. Bueno, sí. Pero no. La verdad es que en estos momentos me cambio a la voz pasiva para confirmar abiertamente que la realidad está siendo superada ampliamente por la frustración. Pero esto no puede quedar así. Creo que este desaguidaso de post merece una breve pero clara explicación.

Lo cierto es que no me puedo concentrar. Mientras escribo (o lo intento) estoy viendo (obviamente con las orejas) en la “SRF”, o lo que es lo mismo, en la “Schweitzer Radio und Fernsehen” una película llamada “Zurück in der Zukunft”, que os sonará más si os digo que en español significa “Regreso al Futuro”. Y lo más curioso de todo es que entiendo lo que dicen (sí, sí, en alemán). Hoy esto es una realidad. Hace seis meses, ficción. Imagino que ya os hacéis una idea.


domingo, 11 de agosto de 2013

De una tortilla de patatas indomable que quiso llamarse “Huevos Locos”


Hoy he llevado a cabo un ejercicio del tipo “maniobras militares” encaminado a combatir la notalgia que en ocasiones (muchas) asoma por la ventana de la buhardilla que habito. No puedo remediar mirar hacia el sur y pensar en que allá, más bien tirando a lejos, a casi dos mil kilómetros están muchos de los míos, mi tierra y, en definitiva, mi hogar.

Acaparar más “Heimweh” (añoranza, o literalmente, dolor de hogar, como dicen por aquí) de la que uno se puede hacer cargo no tiene que ser sano. Por tal motivo, y por otros que ahora no vienen a cuento, esta mañana me propuse hacer una auténtica tortilla de patatas. Una tortilla española.
 
 
 

Tenía los ingredientes: aceite (Öl se empeñan en llamarlo por aquí, por mucho que éste haya venido directamente del Mercadona de Santa Pola), die Eier (los huevos, que decimos en España), die Kartoffeln (las patatas, obviamente), Salz (está claro, la sal) und Knoblauch (ajo, que aunque no toma parte en la tortilla, estaba por aquí y quería figurar. Como está constituido por dientes, le gusta mostrar la sonrisa cada vez que tiene ocasión). Quisiera puntualizar que tomar la foto a los ingredientes no ha sido una tarea fácil. Más que nada porque los huevos no se estaban quietos. Voy a tratar de explicarme. Resulta que la buhardilla que ocupo manifiesta una ligera inclinación descendente hacia el norte, motivo suficiente al parecer para que die Eier (los huevos) se mostrasen intranquilos y deseosos de movimiento. He pasado un mal rato, lo admito. Casi me he dado por vencido, pero finalmente las patatas se han hecho cargo de la situación y han conseguido que los huevos entrasen en el juego (o en la foto, mejor dicho).
 
 
 

El resultado (estéticamente hablando), como podéis comprobar, no ha sido el que cabía esperar. Esta tortilla podría haberse llamado perfectamente “Huevos Locos” o “La Tortilla Indomable”. Claro que deberíais haber visto la sartén “ultra-adherente” con la que he cometido (o perpetrado) este guiso... Reconozco que pensé que podía haberlo hecho mejor. Pero en realidad me da absolutamente igual. La idea no era esa. Lo que pretendía era acercarme, en la medida de lo posible, y desde un punto de vista emocional, a todo aquello a lo que añoro.

El hecho de preparar una tortilla de patatas me ha conectado directamente con mi hija Paula. Ella solía decirme que hacía las mejores tortillas de patata del mundo. Claro que eso era cuando me quería... Yo siempre la creí. No que hiciera las mejores tortillas del mundo, sino que para ella lo fuesen. Sé que hablaba en serio. También me he sentido emocionado al pensar en mis padres y en mi hermana. La tortilla de patatas de mi madre. A ella siempre le salen buenísimas y estéticamente perfectas. Igualmente he tenido tiempo para acordarme de todos los familiares y amigos con los que he compartido un pincho de tortilla (o cualquier otra exquisitez) en estas últimas décadas... A todos vosotros quisiera deciros que os quiero y que os echo muchísimo de menos. No podéis imaginar cuánto. Pero esto es así, y hay que ganarse la vida allá donde a uno se lo permiten y donde le dan la oportunidad.

Sé de buena tinta que una cuestión ronda por vuestras cabezas. Que cómo estaba la tortilla, ¿no? Pues bien, aún no la he probado. Estoy esperando a que vuelva la currante de la casa para compartir, como venimos haciendo en los últimos meses, todas las penas y alegrías con ella.
 
 

miércoles, 7 de agosto de 2013

De cuando no se sabe sobre qué escribir



No quisiera molestar. Lamento las disculpas”



Hay ocasiones en las que no se sabe muy bien sobre qué escribir. Sobre un papel, dirían los más avezados. Pero lo cierto es que la vida de un papel no suele resultar muy interesante, al menos (y valga la redundancia) sobre el papel. Sin embargo, un papel puede llegar a dar mucho juego, fundamentalmente si se manifiesta en su formato más grueso (cartón) y uno se halla en un bingo. Un papel se puede interpretar, o también desempeñar sin necesidad de acudir a una casa de empeños. Unos papeles suponen la diferencia entre residir legalmente en un país o no hacerlo. Un papel es un papel. Un papel puede ser moneda, pero higiénico también. Un papel puede ser todo, y nada a la vez.

Hoy estoy en blanco, como esta hoja que aquí veis. Recordad que por poco importantes que sean, no conviene perder los papeles. Lo mejor, guardar la calma y evitarse un papelón.

También es verdad que podría escribir sobre mí mismo. Pero es que hoy no me quedan ganas. Ya me he duchado, y cubrir mi piel de letras escritas a bolígrafo es lo último que quisiera hacer a estas horas.
 
 
 

domingo, 4 de agosto de 2013

De la libre traducción e interpretación de los nombres de las calles en alemán y de cómo la intuición no siempre falla


 
“Para apreciar el verdadero valor de una gran sonrisa dulce, tal vez fuese preciso haber saboreado previamente la amargura de unas cuántas lágrimas saladas”

 

Afortunadamente no todo lo que concierne al hecho migratorio es llanto y lamento. Un ejemplo: los problemas de comunicación.

“¿Cómo? Si acabas de decir que no todo son desdichas y calamidades. ¿Más problemas?, ¿es que estás loco?, ¿acaso tenemos doble personalidad? Debemos reunirnos los dos cuanto antes”.

Efectivamente, más problemas. En este caso el problema no sería el problema en sí, sino la forma de afrontarlo. La comunicación cotidiana a través del uso de un lengua ajena a la materna da pie a multitud de equívocos, malentendidos y anécdotas, que también irán cobrando el protagonismo que merecen en este nuevo espacio.

Hoy, sin ir más lejos (bueno, en realidad a Stein am Rhein. He de reconocer que cerca no está), mientras paseaba por su centro encantado (encantado yo, aunque el centro también es encantador, claro), he descubierto alguna de las posibilidades (tal vez sólo una, pero ya es más que nada) de un juego que propongo: interpretar y traducir libremente los nombres de las calles del alemán al castellano, dejando como guía única a la intuición. "Alemán creativo para españoles intuitivos", o algo así, podría llamarse.


Ahí van un par de propuestas:



 
 
 
 
“Schwarzhorngass”, que significa algo así como “Callejón del cuerno negro”, podríamos rebautizarlo como “Horno de gas negro”.

 
 


 
“Rathausplatz”, para un español creativo podría querer decir la “Plaza de la casa de los ratones” en realidad no es ni más ni menos que la “Plaza del Ayuntamiento”.



Por supuesto, cualquier aportación, sugerencia o comentario serán bienvenidos y al final del curso “Alemán creativo para españoles intuitivos” se obsequierá a los participantes con un estupendo diploma acreditativo (absoluta y rigurosamente bilingüe) e incluso con un vino de honor, dudoso, pero honor al fin y al cabo.
 
 
 

sábado, 3 de agosto de 2013

De cuando dejas atrás lo que más quieres y no tienes ni idea de lo que hay delante


 
 
 
 
Salir de casa no es fácil. No. No es que tenga la puerta atrancada, ni tampoco es que haya un lobo hambriento en el rellano. Si esperabais escuchar el cuento de los tres cerditos, sabed que no estáis en el lugar apropiado. No, no es eso. Me refiero al hecho de abandonar el hogar. Ese hogar que con mucho entusiasmo y tantísimo amor ha ido uno construyendo a lo largo de los años, para tratar de buscar y ganarse la vida en otro país. Vamos, emigrar creo que lo llaman.
 
En general, la cosa empieza mucho antes de dar el primer paso. O dicho de otro modo, el primer paso es pensar en cómo dar el primer paso. Aunque en realidad, y lamentando la sobre-redundancia, el primer paso es llegar a ser consciente de que uno debe emigrar. Vamos a llamarlo “El paso 0”, porque aunque me encantaría ponerle a ese paso “El Cristo del Gran Poder”, creo que ya está registrado. ¡Qué le vamos a hacer!, todavía no hemos emigrado y ya nos estamos encontrando con trabas.

Decidir el lugar al que se va a ir y a qué tipo de trabajo se aspira suelen ser los dos pilares donde descansan y sobre los que giran el resto de las otras “decisiones” y de los que se derivan muchísimas consecuencias que se deben tener en cuenta. Pero la verdad es que creo que me estoy yendo por las ramas, porque en mi ánimo no estaba hoy hacer una “guía práctica del emigrante”, sino que realmente pretendía hablar de algo que podría ubicarse más bien, si se quiere, en un plano emocional.

Emigrar, como cualquier otra decisión que se pueda tomar, implica una serie de consecuencias. Y de las primeras de las que uno es consciente es del hecho de que va a tener que dejar atrás a seres queridos, lugares familiares e incluso lengua materna. Emprender rumbo hacia una nueva vida, por muy emocionante y excitante que resulte, implica un camino que en ocasiones está plagado de renuncias y sacrificios. No es lo mismo abandonar el hogar familiar cuando uno está recién ingresado en la edad adulta que cuando se rozan los cuarenta años y se deja atrás hijos y/o pareja.

En mi caso me veo obligado a “abandonar” a mi hija. Es difícil y muy muy duro. Sólo quien ha pasado por esto puede llegar a comprender la angustia que supone no saber cuándo será la próxima vez que vuelvas a ver a tu pequeña, que aunque ya no lo sea tanto (lo de pequeña, me refiero), para una padre nunca deja de serlo. Un consuelo es pensar que mi sacrificio y mi esfuerzo permiten que ella pueda tener hoy un presente, y quién sabe, incluso la esperanza de un futuro. Ojalá ella algún día lo pueda comprender y ver de este modo. Mientras tanto, le deseo la mayor de las felicidades y le diría que cuando sienta que la vida no le sonríe, pruebe a sonreírle ella. A veces, sólo a veces, funciona. Y además, no se pierde nada por intentarlo.