Salir
de casa no es fácil. No. No es que tenga la puerta atrancada, ni
tampoco es que haya un lobo hambriento en
el rellano. Si esperabais escuchar el cuento de los tres cerditos,
sabed que no estáis en el lugar apropiado. No, no es eso. Me refiero
al hecho de abandonar el hogar. Ese hogar que con mucho entusiasmo y
tantísimo amor ha ido uno construyendo a lo largo de los años, para
tratar de buscar y ganarse la vida en otro país. Vamos, emigrar creo
que lo llaman.
Decidir
el lugar al que se va a ir y a qué tipo de trabajo se aspira suelen
ser los dos pilares donde descansan y sobre los que giran el resto de
las otras “decisiones” y de los que se derivan muchísimas
consecuencias que se deben tener en cuenta. Pero la verdad es que
creo que me estoy yendo por las ramas,
porque en mi ánimo no estaba hoy hacer una “guía práctica del
emigrante”, sino que realmente pretendía hablar de algo que podría
ubicarse más bien, si se quiere, en un plano emocional.
Emigrar,
como cualquier otra decisión que se pueda tomar, implica una serie
de consecuencias. Y de las primeras de las que uno es consciente es
del hecho de que va a tener que dejar atrás a seres queridos,
lugares familiares e incluso lengua materna. Emprender rumbo hacia
una nueva vida, por muy emocionante y excitante que resulte, implica
un camino que en ocasiones está plagado de renuncias y sacrificios.
No es lo mismo abandonar el hogar familiar cuando uno está recién
ingresado en la edad adulta que cuando se rozan los cuarenta años y
se deja atrás hijos y/o pareja.
En mi
caso me veo obligado a “abandonar” a mi hija. Es difícil y muy
muy duro. Sólo quien ha pasado por esto puede llegar a comprender la
angustia que supone no saber cuándo será la próxima vez que
vuelvas a ver a tu pequeña, que aunque ya no lo sea tanto (lo de
pequeña, me refiero), para una padre nunca deja de serlo. Un
consuelo es pensar que mi sacrificio y mi esfuerzo permiten que ella
pueda tener hoy un presente, y quién sabe, incluso la esperanza de
un futuro. Ojalá ella algún día lo pueda comprender y ver de este
modo. Mientras tanto, le deseo la mayor de las felicidades y le diría
que cuando sienta que la vida no le sonríe, pruebe a sonreírle ella.
A veces, sólo a veces, funciona. Y además, no se pierde nada por
intentarlo.
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