La verdad es que han sido necesarios tan sólo 43 años, 4 de ellos
residiendo en Suiza, para que haya ocurrido algo tan obvio y tan
natural, que si no había sucedido antes supongo que se debe bien a
que no he tenido los chacras correctamente alineados durante todo
este tiempo, o bien a que el tóner con el que los he estado
recargando últimamente es de mala calidad. Por desgracia, ésto
último nunca lo llegaré a saber a ciencia cierta, pues la tienda
donde me lo conseguían se vio envuelta en un escándalo de tráfico
de almas a nivel interestelar. De verdad, muy mal rollo. Cosas del
Karma.
Bueno, en realidad yo quería hablar de otra cosa, pero se me va el
hilo. El tema es que, como decía al principio, ha pasado algo
grande. Esta semana, por fin, después de tantos años, una persona,
llamémosle Jean Luc Robespierre (es el primer nombre que se me viene
a la mente) ha tenido la deferencia de elogiar mi buen uso y manejo
del idioma. Pero no del alemán, como algún avezado lector pudiera
estar sospechando. No, no. Ni del inglés, no, no. Tampoco del
italiano, y obviamente menos todavía del francés. No. Esta semana
me han felicitado por lo bien que hablo español. En efecto. Para
cagarse.
La cosa fue más o menos como sigue: en mi puesto de trabajo he de
desempeñar ocasionalmente ciertas funciones como comercial, sobre
todo cuando se trata de acceder o asesorar a clientes
hispanoparlantes. En este caso debía ponerme en contacto por
teléfono con una empresa de la provincia de Alicante. Pues bien,
llamo y me responde Jean Luc Robespierre, con un más que correcto
español provisto de un notable y marcado acento francés. Tras una
agradable y amena conversación, a modo de despedida, y en aras de
forjar una posible futura relación comercial, se me ocurre que
procede elogiar el buen uso del idioma español que hace mi
interlocutor, a lo que éste, ya crecido y despojado del apocamiento
inicial, me responde:
-Hombge, paga seg sinsego, me paguese que tú paga seg de la Suissa
gegmánica cgeo que habla espagnol mucho bien mejog que yo, pogque no
tiene asento gago.
Lo cierto es que da gusto sentirse valorado, incluso cuando se trata de un error.